jueves, 29 de marzo de 2012

Por una vejez digna

Después de muchos años el abuelo logró que le devolvieran algo de sus pocos ahorros, esos que le quedaron en el corralito.
Se apresuró a ir al banco a cobrar lo suyo, tuvo que hacer una larga cola pero no le importó.
Con habilidad escondió el dinero entre sus ropas, dejó un restito en los bolsillos de sus viejos y anchos pantalones.
Salió a la calle silbando bajito una vieja canción de su lejana tierra natal.
Pensando en si viajaba en colectivo o en taxi se acercó al cordón de la vereda cuando lo sorprendió el estruendoso motor de una moto.
A punto de soltar un insulto se sintió golpeado por uno de los jóvenes que iba en ese vehículo mientras con gran rapidez le metía las manos en los bolsillos y lo aturdía con palabrotas exigentes.
Con un puñado de su dinero huyó raudo con su cómplice, mientras él quedaba derribado en plena calle.
Se le acercó piadoso un joven que lo ayudó a reincorporarse mientras en la vereda observaban impávidos los testigos del hecho.
Pensó cuanta indiferencia o miedo, o ambas, en sus tiempos mozos los hombres hubiesen intervenido sin dudarlo.
Los tiempos cambian ¡y cómo! Agradeció al muchacho que lo ayudó y se subió a un taxi para evitar más contratiempos, además le dolían todos los huesos.
Llegó a su destino, sacó un billete de los que había escondido y al pagar el taxista con voz amable le dijo que el billete de cien era falso.
Sorprendido, cansado, casi sin protestar buscó otro de igual valor de entre su ropa, pagó, recibió el vuelto, descendió del rodado y caminó hasta su casa.
Entró pensando en la plata falsa, si era culpa del banco o del taxista.
Por suerte alcanzó a cerrar la puerta con llave pues dos hombres con uniformes de una empresa de servicios trataron de ingresar a su domicilio diciéndole que debían revisar las instalaciones interiores por un desperfecto.
Les dijo que esperaran que llamara a la empresa que los enviaba pero los supuestos operarios se marcharon rápido.
Sacó el resto de sus ahorros mientras agradecía a Dios que los ladrones motorizados en su apuro no pudieron revisarlo bien.
Pensó que mejor buscaba un recipiente para guardar su platita recuperada y se encaminó para salir al patio, allí en el fondo estaba su galponcito con herramientas y cosas viejas.
Grande fue su sorpresa al ver a dos chicos que trataban de forzar la puerta y la ventana de la antigua cocina.
Allí nomás les gritó tratando que su voz sonara firme, los precoces delincuentes salieron disparados.
Dudando si debía llamar a la policía, se armó con una vieja cuchilla, al fin y al cabo estaba viejo pero no había perdido su hombría.
Salió al patio, ya no había nadie.
Se quedó mirando el raquítico rosal que se empeñaba en no morir, regalándole algunas rosas todos los años como muestra de su afán por no perecer.
Esas flores que llevaba a la morada que habitaba desde hacía cinco tristes años la que había sido su compañera de toda la vida.
Ella no tuvo su suerte, los delincuentes en moto la arrastraron casi media cuadra porque no soltó su vieja cartera con unos pocos pesos de su jubilación.
Por su mente corrieron pensamientos malos o buenos según se mire, a veces vivir se vuelve condena.
El timbre de calle lo alejó de sus cavilaciones, fue hasta la puerta, por la mirilla vio a sus nietos que reían y gritaban.
Rápido les abrió, con una sonrisa amplia los recibió. Casi sin dejarlo hablar los jóvenes se le echaron encima abrazándolo.
Uno de ellos bromeó diciéndole del aumento para los jubilados, el otro se puso serio diciendo que mejor hubiese sido que le hubiesen otorgado el ochenta y dos por ciento móvil.
Con esa ternura de abuelo los cobijó en su pecho, y a la pregunta ritual de cómo había estado su día, les contestó como siempre lo hacía “ todo bien”, mientras pensaba con tristeza que maravilloso hubiese sido que sus nietos hubiesen tenido su misma infancia.
Esa niñez donde se podía correr por las calles sin peligro, esas noches de verano con los vecinos sentados en las puertas de sus casas hasta medianoche.
Ese tiempo en que la honradez era una virtud y no una idiotez.
Días sin drogas ni armas ni muertes diarias.
Sin duda con muchas menos comodidades y adelantos tecnológicos pero con otros valores morales.
Siempre hubo delincuentes pero serlo no era motivo de orgullo como ahora.
Él siempre se emocionó al ver la bandera celeste y blanca que lo cobijó, transmitió a sus hijos el amor por la patria, el mismo que sentía por la suya.
Les enseño el valor del trabajo, de la vida y de la dignidad.
Ya no pensó más, el resto del día con los seres queridos le compensaría las amarguras de la mañana.
Mientras cerraba la puerta escuchaba la voz irritante de siempre que en un televisor de algún vecino gritaba “a todos los abuelos y a todas las abuelas les hemos dado este presente maravilloso…”


Darío

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