martes, 15 de agosto de 2017

“¡Caronte!...¡Seré escándalo en tu barca!”

HOJAS DE LIBERTAD 

Peor que la misma injusticia, es la soledad. Hiere más la ingratitud, que la mentira. Se torna insoportable la indiferencia, incluso más que la falta de libertad. 

Una nación es tal, cuando en ella reina la justicia; concepto con mucha más substancia y valor que las cambiantes ideologías, que siempre, inexorablemente, son cristales que empañan la realidad. 

Con el riesgo siempre latente que entrañan las síntesis, asumimos hoy que nuestra generación fue protagonista adolescente de una Argentina jaqueada por el odio y las falsas dicotomías. En el marco de una sociedad reconocida en el mundo por el peso cultural propio de su clase media, nuestro país no acertaba, medio siglo atrás, en reducir dos guarismos, hoy por hoy, envidiados: 15% de pobreza y 5% de desocupación. Finalizaba la década de 1960. A los ciclotímicos enfrentamientos internos, tan propios de esta precaria Hispanoamérica, se sumaba entonces un ingrediente nefasto: la confrontación de una distante y ajena guerra fría que repercutía en nuestras tierras. ¡Qué sencillo parece ahora, interpretar esos años!¡Cuántas palabras vacías, cuantos mares de tinta derramados por analistas e investigadores que, poco a poco, frase a frase, renglón tras renglón, acomodan una historia que se deforma entre silencios, pinceladas de romanticismo barato, medias verdades, algunos recuerdos y muchos olvidos! No fue nada fácil para aquellos que dejábamos la pubertad, contemporáneamente a mayo de 1968.
Distintas usinas de confrontación y violencia hicieron lo suyo, inyectando el delirio y el mesianismo entre los argentinos. 

Se cruzó una barrera: las ideas contrarias, podían y debían eliminarse. La muerte del humilde gendarme Romero por el fuego del capitán Hermes Peña, miembro del ejército regular de Cuba, ocurrido en los montes salteños promediando los
años sesenta, podría tomarse como uno de los tantos indicios del comienzo de una cronología siniestra de muertes, lágrimas y desesperanzas, que continuó por la vía armada hasta 1989, con la locura del ataque al cuartel de La Tablada. En toda esa trágica etapa de la vida nacional, especialmente en los años de apogeo de la confrontación (1974‐1976), más de quince mil miembros armados de los movimientos terroristas vernáculos, con adiestramiento foráneo, enfrentaron al Estado argentino, sin pedir, ni dar cuartel. 

Nada puede enorgullecer a los argentinos, de lo ocurrido en aquellos años trágicos. Hasta los actos individuales de arrojo, heroísmo y sacrificio, se deprecian ante la fetidez del marco general de las conducciones, encrespadas de odio y cegadas de venganza. Los unos, se lanzaron a la locura de la toma del poder a través del empleo de las armas, hasta vencer o morir por la Argentina. Los otros, con la contundencia del monopolio estatal del empleo de la fuerza, recibieron la orden de frenar a los primeros. Tambaleantes los poderes de una república endeble, se hicieron del poder imponiendo un modelo que, lejos estaba de reemplazar la poesía que destruye, con la poesía que promete.
Unos redactaron sus propios códigos y reglamentos, se uniformaron, se asignaron grados y jerarquías, hicieron públicas sus metas políticas y militares, secuestraron, robaron, atentaron, ejecutaron de forma sumaria, fusilaron a sus propios miembros por actos de cobardía y hasta por demostrar preferencias sexuales reñidas con el espíritu revolucionario, liberaron zonas y poblados, dañaron el patrimonio nacional. Los otros, vaya paradoja, se mimetizaron con los agresores de la sociedad que pretendían defender, asumiendo roles impropios a su formación, para los cuales eran evidentemente incapaces. Los unos pretendieron trastocar todo, incluso lo justo. Los otros pretendieron conservar todo, incluso lo injusto. ¿Y el resto? ¿O vamos a seguir la cómoda teoría de dos hermanos díscolos que arruinaron la paz de una numerosa, educada y unida familia argentina? 

Los miembros de la sociedad política, los partidos, los sindicatos, las organizaciones intermedias, no supieron o no quisieron neutralizar a sus propios elementos que difundían el odio y la violencia, llegando incluso en un último acto de cobardía, a desertar de su función inherente y declararse públicamente incapaces de frenar la demencia, mirando con súplica a los cuarteles. 


Los grupos económicos, sus bancos y financieras, sus asociaciones empresarias de la industria y del campo, como no podía ser de otra manera, estimularon, desde las sombras anónimas de sus intereses, para que cesara cuanto antes el caos, recomponiendo un básico orden para no ver menguar sus dividendos. Los mercados necesitan siempre orden y cierta certeza razonable de seguridad, que lejos estaba en el aquel entonces, con diarios atentados, secuestros, asesinatos de ejecutivos y pagos de mensualidades extorsivas. 

Los pastores de la iglesia, tan mundana ella, bendijeron sables y banderas, cuidando muy bien de repartir por igual el rociado de sus aguas benditas entre unos y otros de los bandos en pugna armada. 

Los jueces, salvo honrosas excepciones que pagaron con sus vidas el encarcelar a los sediciosos, se hicieron los distraídos tras sus cómodos escritorios, exprimiendo los beneficios de sus prebendas, guardando un cómplice silencio. 


Muchos de los intelectuales que sembraron el enfrentamiento en las mentes de miles de jóvenes, indicaron con insistencia la senda de peligrosos atajos que ellos mismos jamás se atrevieron a transitar. 

De esta siniestra combinación social, nada bueno podía emerger. 

En el presente, hay quienes reconocen tímidamente que la lucha de los años setenta frenó a la Argentina de dirigirse, por un camino seguro, a lo que representa la Venezuela de hoy en día. Es una comparación equivocada. No alcanza. Con sólo releer los propios documentos del terrorismo argentino queda claro que la Venezuela del presente es una mala caricatura de lo que hubiese sido la Argentina sangrante en manos del rencor, del mesianismo y del odio de clases de las organizaciones armadas rioplatenses. 

A partir del fin grotesco de la dictadura, en diciembre de 1983, se jalonó el camino para evitar el cierre definitivo de las heridas de la patria, a saber: 

 Se puso una artificial y tendenciosa fecha de inicio y terminación de la guerra revolucionaria en la Argentina: del 24 de marzo de 1976 al 10 de diciembre de 1983. 
 Se juzgó a los protagonistas del enfrentamiento armado con instrumentos legales sancionados con posterioridad a los episodios denunciados, no respetando a sus jueces naturales. 
 Como remiendo a la inevitable crisis de semana santa de 1987, se promulgaron leyes de apuro que pretendieron poner límites a inacabables procesos judiciales. 
 Años después, se derogaron esas leyes, en manos de los mismos protagonistas de la sociedad política que desertó de su razón de ser en los setenta, y de no pocos que integraron, armas en mano, el ataque contra su propio Estado y su propia sociedad. 
 Se proclamaron desde el más alto nivel de la justicia los conceptos de lesa humanidad y asociación ilícita, vulnerando antiguos principios del derecho penal y obligaciones contraídas por el país a partir de vigentes tratados internacionales. 
 Con la complicidad de los otros poderes, se terminó de diseñar y poner en marcha una verdadera trampa mortal para un sector de los protagonistas de esas luchas: los que acariciaron la victoria militar. 

Se trata de una gran emboscada estratégica. 

Hoy, promediando 2017, a cuarenta años de aquellos episodios, está debidamente probado que:

1.    Quienes atacaron con violencia al estado argentino y a su población, gozan del respeto, los resarcimientos y la libertad para ser legisladores, prósperos empresarios, jueces, docentes, periodistas, funcionarios públicos, relatando impúdicamente sus andanzas como terroristas. 
2.    Los responsables políticos, civiles y militares, de aquellos años, o están muertos, o viven en otras latitudes o disfrutan del calor de sus hogares en compañía de sus afectos. 
3.    Los políticos, los grupos económicos, pastores, intelectuales, periodistas y jueces, prefieren asumir la aceptación de una versión histórica falsa, por incompleta y tergiversada. 
4.    La mayoría de los habitantes de la Argentina, que nacieron después de 1983, o desconoce la verdad de lo ocurrido o prefiere no saberlo. 
5.    La institución judicial, está vaciada en sus esencias. 

Por ello, muchos de los que estas líneas compartimos, elevamos nuestra voz, cansados de haber sido usados, por los unos y por los otros, con la cobardía cómplice del resto. Pertenecemos a una generación que se vio empujada hacia un enfrentamiento fratricida, estéril y cruento, lejos de las decisiones, ignorantes de los objetivos, envueltos en odios ajenos; verdaderas víctimas que ofrecimos los mejores años de nuestra temprana juventud, con desinterés y confianza en luchar por la defensa de nuestra amenazada patria. Nadie de nosotros reclama por las heridas del cuerpo ni las del alma. Antes de ello, muchas muertes argentinas merecen nuestro respetuoso homenaje. 

Como si la capacidad de entrega no alcanzase, enfrentamos al inglés en Malvinas – otra vez sin participar en las decisiones ‐, en inferioridad manifiesta, sin ocultar nuestros cuerpos a las explosiones y a la metralla. 

Nos siguen humillando, aquellos por quienes ingenuamente peleábamos. 

Desde 2003, el estado argentino lleva adelante un plan sistemático de aniquilación de un sector de su ciudadanía. Es así. No se conoce caso en la historia del mundo civilizado en que se haya colocado a una fuerza armada regular en el banquillo de los acusados, procesando judicialmente, por ahora, a casi tres millares de sus miembros (militares, policías, gendarmes, prefectos, penitenciarios, agentes civiles, funcionarios judiciales), de los cuales más de 400 ya han fallecido en cautiverio antes de recibir sentencia; la mayoría del resto guarda prisión preventiva habiendo transcurrido años de vencimiento de los plazos procesales. Lisa y llanamente: el aniquilamiento de un sector bien caracterizado. Nótese que han encarcelado a quien fue jefe del ejército argentino en 1975 – muerto en prisión ‐, y a quien ocupó en mismo cargo en 2015 (alumno de la academia militar en 1975). La representación de un ejército completo, de general a cadete. 

Quienes con consignas extrapoladas de extrañas latitudes pretendieron imponer en el Río de la Plata, por las armas, una dictadura sangrienta, conducen cómodamente el aniquilamiento sistemático de los sobrevivientes que se lo impidieron. 

Somos conscientes que estamos en la más oscura noche de la adversidad. Nadie es profeta en su tierra. Las primeras luces de esperanza, para nuestro asombro y vergüenza, se están encendiendo desde el exterior de la Argentina. Dirigentes de organizaciones de otras naciones y de organismos supranacionales, han comenzado a prestar atención a la flagrante agresión al derecho penal por parte del estado argentino. Pese al cautiverio, a las humillaciones, al sufrimiento de nuestros hijos y nietos. A la enfermedad y al abandono en que se hallan muchos de nuestros adultos mayores, que arrastran por los pabellones y celdas de todo el país, el amargo sabor de la incomprensión y silencio cómplice de todo un pueblo. Pese a todo ello, mantenemos nuestro corazón y las fuerzas de nuestro cerebro en la realidad de una patria que se aleja cada vez más de serlo. Pero aún podemos servir a ella. Por nuestros descendientes. Por nuestros muertos. No dejaremos nunca de cumplir juramentos juveniles. 

Los prevaricadores serán señalados en sus embustes y alevosías. Esos personeros de la injusticia. Esos beneficiarios de prebendas, parciales y parsimoniosos a la hora de medir corrupciones, inmediatos a la hora de armar causas endebles y viciadas de toda nulidad contra nosotros, serán denunciados con nombres y apellidos. Su vil e interesado sentido de venganza podrá saciar sus ambiciones y su sordo y antiguo rencor, enalteciendo nuestro propio ánimo para desenmascararlos ante el pueblo argentino y ante la comunidad internacional. 

 Será justicia.

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